By Antonio José Ponte
Un conocido mío recibió hace unas semanas un mensaje de Roberto Robaina. Ambos no habían coincidido nunca, no habían sido presentados, no tenían amigos en común, pero el excanciller cubano inauguraba un restaurante propio en La Habana y le enviaba (a él y a una larga lista de correos electrónicos) publicidad del sitio.
Robaina fue destituido de su cargo diplomático en 1999. Tres años después lo expulsaron "deshonrosamente" del Partido Comunista. Le imputaron deslealtad y corrupción. Supuestamente, se había beneficiado de contactos con empresarios extranjeros, recibió dinero del gobernador de Quintana Roo (encausado más tarde por relaciones con el cártel de Juárez) y se acercaba más de lo conveniente a su homólogo español Abel Matutes. Fue acusado de promocionarse a sí mismo como candidato para una transición.
No llegó a la cárcel, pese a todo lo anterior. Le impusieron la administración de un parque metropolitano. Y fue por esa época que trascendió su interés por la pintura. Pintaba desnudos femeninos, girasoles, bichos, abstracciones. Celebró una exposición en Buenos Aires, y cuadros suyos pasaron por galerías de España y de Miami con cierta suerte. La de quien no tiene que convencer como artista, pues despierta morbo o piedad. Para su pintura aparecían compradores igual que hay coleccionistas para la artesanía hecha por presos.
El excanciller se convirtió en artista, no tanto por vocación como por oportunidad. Comerciar con galeristas extranjeros era de las pocas permisividades que el Gobierno dejaba a la iniciativa propia. Autorizadas más tarde algunas ocupaciones independientes, no dudó en abrir un restaurante. Y, en caso de ensancharse la libertad económica, aspiraría a una empresa mayor. Llegaría a canciller por cuenta propia.
Varios cuadros suyos adornan (es un decir) las paredes del nuevo restaurante habanero. "Excelente coctelería, exquisita selección de tapas y cálidos desayunos", promete la publicidad que ha puesto a circular.
Michael Dweck, fotógrafo estadounidense, autor de un libro de culto dedicado al surf, viajó a La Habana en 2009. Allí pensó encontrar lo que tenía visto en tantos libros y documentales: ruinas, autos viejos, músicos de Buena Vista Social Club. No obstante, la invitación a cierta fiesta le permitió acceder a un mundo muy distinto. Tuvo la suerte de dar con un grupo de noctámbulos cuya amistad cultivaría en viajes posteriores. Eran, según su catalogación, artistas, modelos, cineastas, escritores. Gente elegante, sofisticada y talentosa.
Por su aspecto podían confundirse con quienes fiesteaban a esas mismas horas en las playas de Miami. Utilizaban la tecnología de comunicaciones más moderna. No escatimaban en fondos para la diversión. Dweck se asombró de que una sociedad sin clases produjera una pandilla así. No pudo abstenerse de fotografiarlos y de componer con sus retratos un libro: Habana Libre (Damiani Editore).
"Para sorpresa de buena parte del mundo, y principalmente de Estados Unidos, hay felicidad en Cuba", escribió en el prólogo. Al menos él había encontrado felicidad en sus amigos cubanos, y apostaba por ellos para el momento en que el país se abriera al mundo.
A ese momento aludía la contraseña con que los miembros de aquel grupo se daban cita en bares, inauguraciones y desfiles de moda. Al inicio de cuanto mensaje intercambiaban aparecía "PMM", siglas de "Por un Mundo Mejor". Se trataba, más que de una contraseña entre conspiradores, de la divisa del grupo. Reclamaban con ella un mundo con fiestas más rutilantes, donde la frecuentación del placer no supusiera riesgo político y no se vieran condenados a esconder el lujo.
El libro de Dweck incluye entrevistas con algunos de los fotografiados: Alejandro Castro Soto del Valle y Camilo Guevara ofrecen sus declaraciones. Hijo de Fidel Castro uno y de Ernesto Che Guevara el otro, son compinches de parranda como sus viejos lo fueron de guerrilla. (Debió ocurrírsele a ellos la contraseña que utilizan. "Por un Mundo Mejor" es la traducción al blackberriense del "Hasta la victoria siempre" de Guevara padre).
En una imagen de promoción del libro, Alejandro Castro abraza a dos modelos negras. En otra, Camilo Guevara pareciera estar sentado ante una mesa de juego. El mundo mejor que ambos procuran no es precisamente el que prometieran y dejaran incumplido sus padres, sino el interrumpido por estos. Michael Dweck parece haber hecho en La Habana de hoy lo que Bruce Weber en Miami (la edición italiana de Vogue publicó su diario). En lugar de Chita Rivera, Richard Amaro, Nati Abascal y María Conchita Alonso, un puñado de herederos revolucionarios.
Claro que a lo largo de estos cincuentitantos años de régimen revolucionario no han faltado hijísimos viviendo sus privilegios por encima de la pobreza general. Pero estaban obligados a mayor discreción. Pasaban lo más de incógnito posible con tal de no desmentir un discurso político que insistía en el igualitarismo y en el ascetismo regenerante. Algo parece haber cambiado ahora, cuando un hijo de Fidel Castro y un hijo de Guevara permiten a un fotógrafo estadounidense tomar instantáneas de sus juergas y hacer de ellas un libro. Algo ha cambiado cuando los dos aceptan ser entrevistados para ese volumen. Rompen, innegablemente, el pacto tácito con sus mayores. ¿Qué los ha empujado a correr tanto riesgo?
Quizás no soportaron más la fiesta constreñida. Necesitaron explayarse, alardear, anunciar en medio de la plaza (como en el poema de Rimbaud) el deseo de que ella (la acompañante de esa noche) sea reina. Se habrán creído los protagonistas de una revista ¡Hola! por fundar el empresariado de un capitalismo a las puertas. El libro de Michael Dweck equivale, para el grupo, al anuncio puesto a circular por Roberto Robaina.
Castro Soto del Valle y Guevara se han dejado retratar en nombre de sus derechos dinásticos. Mientras varios primos y hermanos gobiernan instituciones conocidas, ellos no tienen mando alguno. Figuran en la vida nocturna sin más. Creen merecer sus privilegios sin pasar por la excusa del nepotismo, sin coartada. No pretenden puestos en un organigrama, sino sus sitios incanjeables en el árbol dinástico de la revolución.
Y, así como Robaina mandó aviso de su negocio a una lista de correos, los dos herederos y sus amigos se han plantado ante el fotógrafo cuyo libro circulará por todo el mundo. Procuran de este modo atraer invitados a sus fiestas: empresarios extranjeros, probables inversionistas, clientes de los cuales sacar tajada, socios con los que intercambiar mensajes acerca de un mundo mejor... El libro de fotografías de Michael Dweck se publicará dentro de un par de meses. The New York Times le ha dedicado ya un artículo. La suerte inmediata de Alejandro Castro Soto del Valle y de Camilo Guevara, su caída o no en desgracia, podrá decirnos mucho acerca de la naturaleza de los cambios en Cuba.